Mi corazón late al ritmo de bomba y plena, aunque mi cuerpo esté lejos de las costas que me vieron nacer. Cada vez que me preguntan "¿Y por qué no vuelves a Puerto Rico?", siento como si me clavaran una espina. La respuesta nunca es sencilla, porque no hay palabras para describir lo que significa tener a mi hija en esa isla que tanto amo, mientras yo estoy aquí, construyendo una vida separada.
El paraíso roto que sigue siendo mi hogar
No existe playa más hermosa que la que guardo en mis recuerdos, ni abrazo más cálido que el de mi gente. Pero ese mismo paraíso se desmorona día tras día. Cuando llamo a mi familia y escucho que llevan tres días sin luz, o que el agua solo llega unas horas al día, mi corazón se encoge. ¿Cómo puedo romantizar un regreso cuando las necesidades básicas no están garantizadas?
Los apagones no son solo inconvenientes. Son noches de calor sofocante, medicamentos que se dañan, equipos médicos que no funcionan. Y yo, con mi condición de salud actual, ¿cómo sobreviviría a eso?
Mi salud o mi tierra: una elección que nunca debí enfrentar
He escuchado innumerables historias de compatriotas que necesitan especialistas y deben esperar meses para una cita. Amigos me han contado sobre esperas de tres, cuatro meses para ver a un neurocirujano o cardiólogo. En el continente, estas citas podrían obtenerse en días o semanas.
Con mi salud, no puedo arriesgarme a enfrentar esas esperas. Mi condición requiere acceso relativamente rápido a atención médica, y la realidad del sistema de salud en la isla me preocupa profundamente. No es una decisión tomada a la ligera, sino basada en la necesidad de mantenerme saludable para estar presente en la vida de mi hija, aunque sea a distancia.
El precio de vivir en la isla que amo
Cuando hablo con amigos que siguen allá, sus historias son similares: "Trabajamos para sobrevivir, no para vivir". Los precios suben mientras los salarios se estancan. Los negocios abren con ilusión y cierran con resignación meses después.
Y mientras, veo a políticos sonriendo en podcasts, hablando de todo menos de soluciones. ¿Por qué normalizamos esto? ¿Por qué aceptamos que "es lo que hay" cuando merecemos tanto más?
La distancia más dolorosa: mi hija
Cada videollamada con mi hija termina con un nudo en la garganta. Cada logro suyo que no puedo presenciar es una pequeña muerte. Cada "Papá, ¿cuándo vienes?" es un puñal que se retuerce.
A veces pienso que debería regresar solo por ella, enfrentar todos los obstáculos solo por abrazarla cada día. Pero luego me pregunto: ¿qué ejemplo le daría? ¿El de alguien que sacrifica su bienestar por estar presente físicamente, o el de alguien que toma decisiones difíciles pensando en un futuro mejor para ambos?
¿Abandonar o resistir desde lejos?
No he abandonado mi isla. La llevo tatuada en el alma, en cada palabra con acento boricua que pronuncio, en cada bandera que cuelgo con orgullo. Mi ausencia física no significa que haya dejado de luchar por un Puerto Rico mejor.
Desde aquí, envío ayudo a mi familia, apoyo causas puertorriqueñas, mantengo viva nuestra cultura. Y sueño, cada noche, con el día en que regresar no signifique elegir entre mi salud y mi hogar.
A mi Isla, con amor doloroso
Querida isla, no te he abandonado. Estamos en una relación a distancia, complicada y dolorosa, pero llena de amor. Algún día, cuando tus sistemas funcionen, cuando tus hospitales puedan atenderme, cuando pueda ofrecerle a mi hija y a mí un futuro estable en tu suelo, regresaré para quedarme.
Mientras tanto, seguiré defendiéndote desde lejos, extrañándote cada día, y explicando una y otra vez por qué no puedo regresar, aunque mi corazón nunca se haya ido realmente.